Lo primero que
llama la atención de ella es su pelo ensortijado que encuadra una cara de
pómulos firmes y su forma de cruzar las piernas sobre la duela. Segura. Vestida
como estudiante de periodismo, aunque nunca haya estudiado porque sino “ya no
sería virgen”, pantalón de mezclilla con el ruedo deshilachado y una chaquetita
encima. Durante las casi dos horas siguientes, dictaría cátedra de oficio
dejando escapar frases provocativas y
chistosas, arrasaría con su entrevistador, el periodista mexicano Diego Osorno,
que se limitó a hacerle preguntas de cajón y aventarse diciendo que Julio
Cortázar era representante del ¿realismo mágico? y a contemplarla como lo que
es: una famosísima periodista que sabe muy bien lo que dice.
Texto y foto: Lauri García Dueñas
Hizo reír a
carcajadas, casi hasta la asfixia, al escritor chileno Javier Norambuena, quien
la escuchaba en las primeras filas, cuando contó cómo el presidente de los
amigos del teatro Colón de Buenos Aires, a quien nadie había entrevistado más
que en los pasillos, le mostró su casa llena de iconografías pornográficas y
columnas que culminaban con esculturas de ‘culitos’, las cuales no congeniaban
con su imagen de elite y páginas sociales.
La periodista
argentina Leila Guerriero contó muchas anécdotas esa tarde del 19 de abril, en un
aula magna semivacía, en el Centro Nacional de las Artes (CNA) de México,
frente a un entrevistador deslumbrado por su inteligencia y que apenas pudo
poner algunas preguntas como migajitas para una lección de oratoria.
La vimos, en
el relato, como una muchacha que a los 21 años dejó la escritura de ficción
“como dejar un paraguas en el taxi”, sin conflicto, ante un deslumbrante
encuentro con el periodismo, y quien paradójicamente nunca recibió una clase, y se enorgulleció de
ello entre risas, frente al director Jaime Abello, de que no la aceptaran en un
taller de la Fundación Nuevo
Periodismo Iberoamericano (FNPI) y él le respondió que lo bueno es que sí se
ganó el premio.
Uno de los
temas más punzantes que aventó al ruedo esa tarde fue la sugerencia de que los
periodistas se acerquen más a los ricos, como fuentes de información, no con
los prejuicios y los estigmas a cuestas, sino como protagonistas, más allá del
poder y las sospechas de corrupción, para ver “qué han hecho de su vida”, con sus
privilegios sociales, como los del presidente de los amigos del teatro Colón,
quien nació en cuna de oro y era de esos que “se iban en crucero a París y se
llevaban a la vaca para que les diera leche fresca” y que ahora tiene 14
perritos pug como murciélagos, pero que también es un hombre culto a quien
puede hacérsele un perfil.
Para Leila,
los periodistas no pueden enfrentarse a una fuente así con un apelativo de
“maldito rico” en la cabeza.
En el medio,
dice, hay una tendencia a buscar lo extravagante, lo excepcional. “A veces los
periodistas tenemos tendencia a buscar lo raro. Nos falta buscar historias del
elegante, del rico, de los poderosos” que, según ella, difícilmente son mirados
por los periodistas narrativos sin un velo de clara desconfianza.
“Nos da miedo de que nos confundan con ellos”, lanza. Y cree que es más fácil para el periodista
ir hacia abajo en las clases sociales, hacia los pobres, hasta por un principio
antropológico.
Diego menciona
a Alma Guillermo Prieto quien según ha dicho que siempre escribirá sobre los
pobres, porque son la mayoría, y Leila asiente y sigue en lo suyo.
Cuenta que en
una reunión de periodistas se secreteaba con un colega, porque todos hablaban
de cuántos muertos habían visto en su vida, y ella bromeaba con su amigo de que
era mejor no confesar en voz alta que ellos no habían visto muertos, porque
capaz que los sacaban de la fiesta.
Diego le dice
que ojalá nunca vea un muerto, pero que para cuándo un tema de México y ella
dice que cada vez que viaja encuentra temas, pero a los que no les dedicaría
menos de dos meses.
Nunca
acomodarse, recomienda Leila, en el método como formulita, porque el día que a
ella le pase se suicida, asegura. Para ello hay que ponerse en situación
incómoda con uno mismo, con la forma de frasear, de hacer crónica.
Comenta otro
de sus trabajos, el de una muchacha criada por un militar argentino a la que
encuentran las Abuelas de la Plaza
de Mayo y cuya historia lo menos que tuvo fue un final feliz, porque luego de
vivir 21 años de una vida acomodadísima, conoce a su familia rural chilena y
pues no más no le gusta ni se lleva con ellos, ¿cómo contar esta historia sin
juicios contra la chica?
Sobre su método,
dice que “no tiene un plan”, que le gusta mucho dormir aunque no duerme mucho,
que a veces encuentra inicios cuando lava los platos o finales cuando corre.
No puede
empezar si no tiene la primera frase, va acumulando material, hasta llegar a un
texto ‘monstruoso’, sin pulir, de unas 25 páginas. Sin contar que ha tenido 200
páginas de desgravaciones y que llega a 16 ó 5 cuartillas después de repasar el
material brutal.
“A mí me
gustan mucho los rituales”, sonríe, amplia, y dice que se repite el “mantra estúpido”
de “cómo empieza, cómo empieza”, hasta que empieza el texto y “de ese proceso
puedo decir pocas cosas de forma racional”, y llama intuición a lo suyo, y no
ocupa la palabra ‘talento’ más que para otros, que según ella, son más
afortunados porque pueden escribir buenos textos y luego salir a cenar con su
familia. Tranquilos. En cambio, “lo mío es un trabajo de presos”, compara.
“Odio
escribir”, dice entre sonrisas, aclarando que para ella es un proceso
torturante, tormentoso y que no recomienda la suya, la neurosis obsesiva, como
método.
Desea cultivar,
en sus frases iniciales, una amabilidad con el lector, asegura que le da la
pista para ver si vale la pena quedarse en su texto, y agrega, “debe haber una
especie de tensión”, como en la literatura, y recalca que “no se pueden generar
expectativas que luego no se cumplan”.
“No poner toda
la carne en el asador desde el principio”, como el refrán parrillero argentino.
“Contrariar mi
propio estilo”, repite también como un mantra, y cuenta cuando empezó un
artículo con un párrafo tipo Proust y su editora le dijo que ‘todo bien’, pero
que el principio no se entendía, y defendió su texto hasta que al final quedó
así y pues, según ella, solo se necesitaba un poco de paciencia en el lector
para poder entrar cómodamente al texto.
Jamás ocupa la
palabra “bella”, cuida los adjetivos y ha tratado, con el tiempo, de ser más
escueta y menos efectista.
Leila dice que
lo peor que le puede pasar al periodismo narrativo es esto, que se ponga de
moda, como el Iphone o los cupcakes, que hay gente que cree que la crónica
puede hacerse en tres horas y luego “seguir con su vida” pero para ella la
escritura es “lo que hago”, la que le ordena la realidad.
Se reconoce
una “señora victoriana” que no puede escribir en los viajes, “no puedo escribir
lejos de los papeles”, y que no entiende cómo la gente puede escribir con el
Twitter y el Facebook abiertos.
“Sin entrega,
hay hallazgos que no se producen”, nos recuerda. La premisa: “desaparecer
completamente” del texto, porque no somos nosotros los protagonistas.
Recomienda agudizar
la mirada, como práctica, porque es más difícil escribir donde no pasa nada.
“Cuando todos
nos vayamos y en este salón no quede nadie, qué podríamos escribir de aquí”, remató.
Su
autobiografía: