viernes, diciembre 11, 2015

Lanugo 1


Lanugo 1[1]

Estar embarazada ha sido más complejo, polisémico y multiforme de lo que pude haber intuido. Antes, pensaba que a las embarazadas les crecía la panza “y ya”. Pero estarlo me ha hecho encarnar en uno de los estados límbicos del ser más heterogéneos que pueda describir.

He recibido mucha empatía de las personas y también todo lo contrario. Por ejemplo, una señora inmensamente gorda que esperaba en mi misma fila no me creyó cuando pedí que por favor me dieran paso preferencial para un trámite burocrático, no deseaba hacer la larga fila, pues los pies se me hinchan como globos de carne suaves. Me miró y me dijo:

-          ¿De verdad está embarazada?- mirando mi pequeña panza.

-          Señora, le respondí, no mentiría en algo como eso.

Los señores a quienes les pedí en el Distrito Federal que me cedieran el asiento de embarazadas tampoco se mostraron tan gozosos, de seguro, porque toqué el hombro de algunos cuando se hacían los dormidos. Y es que hay algo importante: el embarazo realmente “no se nota” hasta que las mujeres están en el tercer trimestre pero el primer trimestre es el más delicado. Y la sociedad no está educada para ser amable y delicada con las embarazadas de uno, dos y tres meses. Por lo que mi amiga Ginn, una vez en el metro Guerrero, me tomó de la mano, me abrió paso a la fuerza y gritó el “¡Está embarazada!” como una auténtica guerrera mexica.

Una vez casi lloro cuando, en el Metrobús, una señora me aventó, me echó el camión, me dio un toque con su cadera, pero yo me mantuve firme, agarrada de dos travesaños. Opté por esperar en los andenes a que los transportes públicos fueran más vacíos, pero todos sabemos que el espacio libre no es una cualidad del transporte público de nuestros países.

No quiero repetir lo que sentí cuando el degenerado corredor de la colonia Libertadores de Acapulco me tocó las nalgas a pleno día. Espero que la maldición que le eché seque su mano.  Sí quiero recordar el apoyo que dos jóvenes desconocidos me dieron en ese momento. Y el de mi compañero y amigos.

La bitácora

Quise empezar esta bitácora antes, pero me inundó cierto pudor lingüístico. Ahora siento que estoy fuerte como una jacaranda o maquilishuat, efervescente y confiada en el porvenir, por eso empecé con estas notas. Además, la estancia en El Salvador me ha llenado de buenos augurios, dormir justo en medio del patio donde crecí, rodeada por los pájaros que ladran y platican.

Lo que quería contar hoy, antes de que se me olvide, es que desayuné con mi madre y la señora Susana, trabajadora doméstica de 38 años, hija de una partera, quien ha tenido cinco hijos “en su casa”, aunque le había prometido a su doctora que tendría su último hijo en el hospital pero decidió que no, que mejor lo tendría con su mamá partera para que no le hicieran la episiotomía (esa palabra fea que representa una herida entre la vagina y el ano y que, según Susana, algunos doctores salvadoreños practican para que las mujeres “guarden la dieta” y no tengan relaciones sexuales, o “al menos les duela”, durante el postparto y no vuelvan a salir embarazadas tan pronto. Una salvajada pues)

Por su parte, mi madre empieza cualquier plática con respecto a sus partos diciendo “no me acuerdo” y, poco a poco, va soltando la sopa. Recuerda que mi hermano Gilberto nació un domingo, que su primer parto fue el más largo, que su quinto parto iba a ser cesárea pero le pidió al doctor “ayúdeme”,  aclaró que no tenía para pagar la cesárea y el galeno “la ayudó” para darle vuelta a la niña que venía de espaldas, porque tenía espalda ancha, hasta la fecha.

En su tercer parto, en el que vine a La Tierra, mi padre intentó acompañarla y él le pedía que no se quejara porque “el parir no debe ser un dolor”, según la teoría claro, a mi madre eso la desesperó y le dijo a mi progenitor “mejor andáte”. Mi padre cuenta lo mismo de una manera más idílica y oculta información deliberadamente.

Susana lo primero que recuerda es a su segunda hija que nació a los ocho meses de embarazo pero murió al siguiente día. Luego, cuenta la anécdota de una familiar a quien una tía no le quiso dar sandía y, por eso, perdió un bebé varón a los tres meses y medio de embarazo. “Porque los varones son muy antojadizos”. Se enorgullece de haber trabajado hasta el último día antes de cada uno de sus partos, en alguna ocasión, sacando agua de un pozo de unos 18 metros de profundidad. También explica que “por necesidad”, al tercer día de parir, regresaba a las labores domésticas, hasta el punto de moler maíz en la piedra de moler.

En su tercer parto, Susana tuvo dolores todo el día, cuando llegó su marido, ella le avisó y él respondió: “Mejor te llevo donde tu mamá, porque yo de esto no sé”.

La mamá partera de Susana ya “entregó” su puesto porque es mayor. Las mujeres de su comunidad ahora acuden al hospital, ya casi nadie atiende en las casas porque, si se muere el bebé, las parteras pueden ser procesadas penalmente.

El embarazo y el parto se me hacen todavía un silogismo con el tercer sentido aún oculto. Un mito que late justo al centro de la cultura popular. Una pepita a la que habrá que abrir para conocer su interior.  Se me viene a la mente la cara de Efraín; mi compañero de vida, mi amor; en la primera clase con la partera donde, al principio, ni siquiera quería sentarse, y luego, él más tranquilo, aprendimos juntos de las seis fases del parto y supimos más sobre las 18 horas, esperemos que no más, que puede durar.

Una mujer embarazada es una especie de tótem, una oreja social a la que la gente cuenta sus experiencias, miedos y, a veces tristezas, con respecto a la vida, otros embarazos y otros hijos. La gente nos hace preguntas complejas sobre nuestro estado y el ser. Una también representa la empatía de los seres humanos, porque cómo, no es posible, hay ciertas cosas crueles que la gente, por suerte, se abstiene de decir o hacer frente a una mujer embarazada.

Los fumadores se alejan, la gente te dice “princesa”, te soban la panza, te mandan videos random (como el que me mandó Genkidama Ñu) o tutoriales para hacer que los bebés dejen de llorar. Te envían libros digitales y mucha información que no se puede procesar porque una sufre de largos letargos y siestas. En los primeros meses, no pude leer una cuartilla entera sin cabecear. Un día me dormí cuarenta minutos sentada en una heladería, ante la mirada estupefacta de Efraín, quien esperó con paciencia.

Me imagino que así como, en las culturas antiguas, el consejo de ancianos fungía funciones especiales, la de la embarazada debe haber sido la de un oráculo o maga. Las embarazadas soñamos historias hermosas y delirantes, en tecnicolor, tenemos una meta-sensibilidad premonitoria, una meta-lucidez, eso sí, sufrimos de repentinos ascos y sobresaltos, miedos, gozos, emociones que cambian de un segundo a otro. Reímos a carcajadas, nos enojamos y, al ratito, estamos llorando. Algunas odiarán que toquen su panza, a otras, como a mí, nos encanta. Es difícil tocarse los pies y, al mismo tiempo, se lleva sobre los hombros toda la historia de la evolución humana, del universo, la flora, la fauna, la vida microscópica.

En estos meses, he recibido de la vida grandes regalos: un hogar con Efraín y Selvo, buenos deseos, reiki, miradas de ternura aun de desconocidos. He enfrentado la intemperie, el vértigo, el miedo, la angustia, la soledad de no poder comunicar precisamente lo que una siente.

Pero deseo seguir aquí, sana, para continuar relatando esta historia y seguir de pie, como las ceibas, hasta que mi hijo Agustín tenga unos sesenta años y yo, noventa y cinco. Porque estar embarazada significa también no creer en la muerte, ni en la violencia, sino en la vida, y en la vida en abundancia. 
Lauri García Dueñas.
San Salvador, El Salvador, 11 de diciembre de 2015.

 

 







[1] Lanugo es el vello que recubre a los bebés dentro del vientre.

 

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